saphy
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Jesús-1987
La iglesia de la ciudad de Subia, situada a las afueras de la misma, era famosa por sus vidrieras y el enorme crucifijo de alabastro que preside el altar. Sin embargo, los lugareños eran desconocedores de lo que la inmensa cruz escondía: emparedados tras el muro del altar, había restos humanos de siglos anteriores, huesos de soldados de un enfrentamiento entre facciones rivales por el dominio de la región, que había tenido lugar de forma casi paralela al comienzo de la construcción de la iglesia. Los únicos que, por entonces, supieron lo que se hizo con aquellos muertos fueron los constructores y los soldados del bando vencedor, cuyo cruel líder, quien se adueñó del lugar, ordenó el emparedamiento de los rivales fallecidos, con el fin de que no tuvieran un funeral digno de su gesta y rango. Nadie más se enteró, pues los constructores, a quienes interesaban más las monedas del soborno ofrecido por realizar tal infame acción, marcharon a otras regiones para seguir con nuevos proyectos, mientras que los soldados supervivientes y el nuevo gobernador de la ciudad se llevaron el secreto a la tumba.
Lo que los vecinos sí conocían era acerca de los rumores de lamentos y visiones nocturnas de seres en los alrededores de la iglesia. Había quien afirmaba haber visto a estas presencias, ataviadas con armaduras que parecían desgastadas, deambulando por los campos de cultivo de calabazas aledaños al templo, y que de un momento a otro se esfumaban y desaparecían en la oscuridad nocturna. Las confesiones de las personas que presenciaron esos fenómenos tan sobrenaturales como extraños hacían extender cada vez más el miedo entre la población, por lo que casi nadie se atrevía a rondar por aquella zona una vez caída la noche, para evitar verse con quienes en realidad eran fantasmas de la guerra.
El sacerdote de la iglesia, ante las peticiones de los ciudadanos, había llevado a cabo rituales de exorcismo, aunque en vano. Las pocas personas que se acercaban a las proximidades del recinto religioso continuaban presenciando las visiones fantasmagóricas de esos soldados fallecidos, sin conocer el motivo de aquellas apariciones recurrentes; su muerte había sido violenta, y sus oponentes les habían arrebatado a sus familias las tierras en las que siempre habían vivido. Por tanto, esas almas atormentadas no tenían paz alguna, por lo que estaban condenadas a permanecer vagando entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
La iglesia de la ciudad de Subia, situada a las afueras de la misma, era famosa por sus vidrieras y el enorme crucifijo de alabastro que preside el altar. Sin embargo, los lugareños eran desconocedores de lo que la inmensa cruz escondía: emparedados tras el muro del altar, había restos humanos de siglos anteriores, huesos de soldados de un enfrentamiento entre facciones rivales por el dominio de la región, que había tenido lugar de forma casi paralela al comienzo de la construcción de la iglesia. Los únicos que, por entonces, supieron lo que se hizo con aquellos muertos fueron los constructores y los soldados del bando vencedor, cuyo cruel líder, quien se adueñó del lugar, ordenó el emparedamiento de los rivales fallecidos, con el fin de que no tuvieran un funeral digno de su gesta y rango. Nadie más se enteró, pues los constructores, a quienes interesaban más las monedas del soborno ofrecido por realizar tal infame acción, marcharon a otras regiones para seguir con nuevos proyectos, mientras que los soldados supervivientes y el nuevo gobernador de la ciudad se llevaron el secreto a la tumba.
Lo que los vecinos sí conocían era acerca de los rumores de lamentos y visiones nocturnas de seres en los alrededores de la iglesia. Había quien afirmaba haber visto a estas presencias, ataviadas con armaduras que parecían desgastadas, deambulando por los campos de cultivo de calabazas aledaños al templo, y que de un momento a otro se esfumaban y desaparecían en la oscuridad nocturna. Las confesiones de las personas que presenciaron esos fenómenos tan sobrenaturales como extraños hacían extender cada vez más el miedo entre la población, por lo que casi nadie se atrevía a rondar por aquella zona una vez caída la noche, para evitar verse con quienes en realidad eran fantasmas de la guerra.
El sacerdote de la iglesia, ante las peticiones de los ciudadanos, había llevado a cabo rituales de exorcismo, aunque en vano. Las pocas personas que se acercaban a las proximidades del recinto religioso continuaban presenciando las visiones fantasmagóricas de esos soldados fallecidos, sin conocer el motivo de aquellas apariciones recurrentes; su muerte había sido violenta, y sus oponentes les habían arrebatado a sus familias las tierras en las que siempre habían vivido. Por tanto, esas almas atormentadas no tenían paz alguna, por lo que estaban condenadas a permanecer vagando entre el mundo de los vivos y el de los muertos.